No soy
psicólogo, pero diría que soy un atento observador del corazón humano. Todos,
en cierta medida, hacemos suposiciones sobre la psiquis de nuestros semejantes.
Vivimos en comunidad, y necesitamos comprendernos unos a otros. Pero ciertas
personas tienen una perspicacia refinada para las emociones, y ven mucho más
allá de lo obvio.
El corazón de las personas es fascinante cuando uno se lo explica. Hace años
que estudio el mío. La escritura me lanzó a contemplar mis sentimientos y
actitudes, justo en una época en que el agua me llegaba hasta el cuello y me
hundía en mis propias tinieblas. No es lo mismo padecer una
tristeza profunda y estar a merced de ella como barcaza en la tormenta,
que comprender qué cosa nos pasa, para cambiar y corregir el
rumbo. Cuando escribo sobre lo que siento, retrocedo un par de pasos y me
observo y comprendo.
Comencé a teorizar sobre mí mismo. Algunas teorías eran tan certeras, que
explicaban demasiado, más de la cuenta, quizás. El autoconocimiento
duele, pero sana.
Ahora leo los trazos de mi alma como una gitana leería la palma de mi mano,
aunque sin engaños ni supercherías.
A tal punto me conozco, que hasta mis tinieblas amo. Parecerá desquiciado, pero
disfruto hasta de mis tristezas más profundas. Cuando la lenguaaprende
a captar los matices del alma, incluso las tristezas tienen un sabor exquisito.
Las canciones tristes, ¿acaso no son adorables? Vivir en continua felicidad me
parece un poco estúpido o falso. Nuestros momentos oscuros nos dan
profundidad.
También aprendí a saber cómo me perciben los otros. Ajustar la imagen que tengo
de mí mismo según el espejo de las miradas de los otros ha
sido un reality check invaluable, que me hizo aterrizar y perder la parte irreal de
mi vanidad.
Luego de que empecé a entender mi propio corazón, mi visión había cambiado, era
un poco más aguda. Las personas las clasificaba en dos tipos: los fáciles de
entender, y los misterios vivientes. He conocido personas tan simples que
apenas abren la boca revelan información confidencial sobre ellos mismos, y
nunca se dan cuenta. Y también he conocido seres que escogen cuidadosamente el
rostro que muestran. Se repliegan sobre ellos mismos como moluscos bivalvos,
temerosos de ser conocidos en su núcleo más profundo. Y también he conocido
otros cuyo corazón siempre me ha resultado incognoscible, porque simplemente
son más complejos que yo y mi mirada no puede abarcarlos.
Pero a veces me he llevado sorpresas: las personas que parecían simples, eran
en realidad una fuente inagotable de complejidad y vueltas de tuerca.
Cuando uno se vuelve agudo, la observación psicológica se transforma en penetración
psicológica. Uno se inmiscuye en el corazón de los otros, casi siempre sin
que ellos se den cuenta. Los otros, a su vez, están urgando en el interior
nuestro.
No sé si es por incapacidad o flojera, pero nunca he intentado fabricarme una
máscara para proteger mi identidad y controlar la imagen que
los demás se llevan de mí. En buena medida, mi corazón es transparente al
resto. Debe ser muy fácil penetrar algunas capas en mi interior. Tal es mi
descuido por la máscara, que me produce una enorme ansiedad las miradas de los
otros. ¿Cómo lo manejo? Mi confianza proviene de mi lenguaje. Ustedes habrán
notado que tengo cierto dominio del lenguaje. Pues bien: cuando logro hablar
como escribo, puedo superar mi ansiedad social.
Todos somos promiscuos: nos penetramos los unos a los otros todo el
tiempo. Nos preguntamos qué hay debajo de esa sonrisa, e indagamos esos ojos
que nos miran, y que tal vez se preguntan lo mismo de nosotros.
Hermanos míos: penetrémonos a nosotros mismos, para que seamos capaces de
penetrarnos los unos a los otros. Sé que al principio dolerá un poco, pero el
autoconocimiento vale la pena. Si somos agudos y logramos