Supongamos que alguien dice: "Creo en dios padre,
creador de la tierra". ¿Puede importarle a alguien la opinión infundada,
la apuesta riesgosa acerca de hechos que ese creyente está suponiendo?
Muy distinto sería si otra persona nos dijera: "Yo sé que existe, porque lo siento". "Pruébalo", le respondería. Si esa persona me explicara lo que sabe y la manera en que llegó a sentir o a aprehender ese conocimiento, dos cosas podrían suceder:
Muy distinto sería si otra persona nos dijera: "Yo sé que existe, porque lo siento". "Pruébalo", le respondería. Si esa persona me explicara lo que sabe y la manera en que llegó a sentir o a aprehender ese conocimiento, dos cosas podrían suceder:
- Yo
también adquiero el conocimiento, porque soy capaz de sentirlo, captarlo o
verlo.
- Soy
incapaz de adquirir el conocimiento y sigo igual que antes.
El punto importante es este: Creer es una operación mental
defectuosa, inválida e inútil. Lo único que cuenta es saber o no saber.
Cuando alguien cree, está apostando. Cuando alguien sabe o no sabe, está siendo
honesto.
¿Y qué pasa si alguien afirma saber algo, pero luego descubre, muy a su pesar, que ese conocimiento era falso?
En ese caso, estábamos ante un creyente que se decepcionó a causa de la torpeza de haber creído.
Cuando creemos, estamos lanzando una bolita en la ruleta. La ilusión de nuestra certeza se prolonga hasta que la bolita se detiene en una casilla inesperada. Entonces comprendemos que nos equivocamos al formular esa creencia. Más aún: nos equivocamos en el hecho mismo de creer.
La miseria del creyente consiste en esa ruleta giratoria y en esa bolita saltarina, cuyo movimiento azaroso invalida cualquier garantía de conocimiento.
Creer es un acto de incredulidad enorme.
¿Por qué apostar, si hay tanto conocimiento directo en el mundo, en la tierra y los árboles, en el olfato y en el tacto?
Un niño que gatea y que explora su entorno y se echa cosas a la boca, está conociendo el mundo. Jamás está formulando creencias sin base alguna. Ellos gatean y lo babosean todo, pues esa es su forma de conocer de manera directa sin posibilidad de equivocarse.
Posteriormente, cuando crecemos, nos volvemos incrédulos del mundo y entonces nos hacemos adictos a las creencias y al casino de la fe. Apostadores profesionales buscando sustento en posibilidades, puesto que el mundo no nos sirve como un hecho.
Por eso recomiendo dejar de creer, y en vez de eso, saber o no saber. Y para saber, nada mejor que volver a ser como un niño.
¿Y qué pasa si alguien afirma saber algo, pero luego descubre, muy a su pesar, que ese conocimiento era falso?
En ese caso, estábamos ante un creyente que se decepcionó a causa de la torpeza de haber creído.
Cuando creemos, estamos lanzando una bolita en la ruleta. La ilusión de nuestra certeza se prolonga hasta que la bolita se detiene en una casilla inesperada. Entonces comprendemos que nos equivocamos al formular esa creencia. Más aún: nos equivocamos en el hecho mismo de creer.
La miseria del creyente consiste en esa ruleta giratoria y en esa bolita saltarina, cuyo movimiento azaroso invalida cualquier garantía de conocimiento.
Creer es un acto de incredulidad enorme.
¿Por qué apostar, si hay tanto conocimiento directo en el mundo, en la tierra y los árboles, en el olfato y en el tacto?
Un niño que gatea y que explora su entorno y se echa cosas a la boca, está conociendo el mundo. Jamás está formulando creencias sin base alguna. Ellos gatean y lo babosean todo, pues esa es su forma de conocer de manera directa sin posibilidad de equivocarse.
Posteriormente, cuando crecemos, nos volvemos incrédulos del mundo y entonces nos hacemos adictos a las creencias y al casino de la fe. Apostadores profesionales buscando sustento en posibilidades, puesto que el mundo no nos sirve como un hecho.
Por eso recomiendo dejar de creer, y en vez de eso, saber o no saber. Y para saber, nada mejor que volver a ser como un niño.